Ir a la escuela de la vida para salvarnos del infierno del crimen

*Publicación original: 24 de mayo de 1998

Misión de la escuela es ayudar a los hombres y a las mujeres a salvar sus almas y así salvar a su sociedad. A salvarla ¿de qué? Del infierno de la falta de sentido, de la mentira sistémica, de las evaciones y negligencias criminales (Thomas Merton).

 

Ir a la escuela de la vida para salvarnos del infierno del crimen

Vivir radica en aprender a ser uno mismo, aprendiendo a morir para poder vivir

 “Un exitoso empresario se quita la vida”.  A qué aludiría esta lacónica frase hoy en Argentina si no al suicidio de Alfredo Yabrán.  Más de una vez desde estas columnas registramos su paso por los siempre obscenos escenarios de la política nacional. La opinión pública y los medios de comunicación, repitámoslo hasta el cansancio, son hidras de mil cabezas que rinden culto a ese monstruo voraz y caníbal que constituimos el público; morboso y amoral hasta las náuseas.

La tiranía de “la patria locutora”, como solía calificar Ponsati a nuestra prensa “libre” e irresponsable, y el salvaje despotismo de la opinión publica, manipulada y manipuladora, han instalado en las sociedades modernas una espiral de silencio. Hablamos impúdica e impunemente de lo que no debemos hablar; hablamos grosera y procazmente de aquello que debiéramos salvaguardar con discreción y sigilo. Y, por el contrario, hacemos ominoso y culposo silencio sobre lo esencial; sobre lo que debe ser dicho para no ser cómplices de un crimen o ser mentirosos.

Nos postramos ante la autoridad del “dios rating”; el alto o bajo “perfil mediático” determina nuestras preferencias, y “las campañas de prensa” -hemos dicho más de una vez desde aquí- han banalizado todo, o están trivializando y frivolizando lo fundamental: la dignidad de las personas, su buen nombre, su honra.

Hasta hace poco, entre nosotros, se “medía” la credibilidad y el prestigio de las instituciones sociales.  En ese ranking estadístico la prensa ocupaba uno de los puestos más elevados.  En el país de desprestigiados ciegos, el periodismo tuerto reinaba.  Pues bien, hoy se está midiendo -no sé con qué grado de confiabilidad- que más del 20% de los argentinos no da crédito tampoco a la prensa que “cubre” el suicidio de Yabrán.  Ese manto de sospecha e incredulidad es un síntoma del patológico malestar que impregna nuestra degradada calidad de vida, nuestra obstruida comunicación y nuestra enferma convivencia.

Pareciera que entre nosotros estamos llegando al punto en el que nadie cree a nadie, todos sospechamos de todos… y el canibalismo político se va convirtiendo en la selvática ley que “regula” nuestro comportamiento.  Toda honra va siendo arrasada; todo nombre enlodado y no va quedando dignidad sin atropellar y vejar.  Una sociedad así juega a la ruleta rusa con su destino.  Su proceso de descomposición y consunción delata el vaciamiento del sentido del respeto incondicional por el semejante, por el prójimo, por el hermano.

El corazón argentino hoy quiere mal; la lengua argentina hoy habla mal.  Y un corazón que quiere mal es un corazón criminal.  Y una lengua maledicente es parejamente homicida.  El que no ama es un asesino, dice San Juan.

Como en los funestos y trágicos años setenta, los argentinos volvemos a orillar el abismo de la desintegración de nuestro pueblo.  Y un pueblo se descompone, como enseña Gaspar Risco Fernández, cuando se produce el vaciamiento del núcleo ético-mítico que sostiene el conjunto de valores y actitudes que lo sustentan. Este ethos cultural argentino vuelve a ser erosionado por antagonismos irreconciliables; por enconos viscerales, por luchas fratricidas.

La discordia de los argentinos es hoy criminal; va corrompiendo aceleradamente la posibilidades de subsistencia de una comunidad cultural en la que identificamos.  En la Argentina donde asesinan a Cabezas y donde se suicida Yabrán es difícil dar razón de nuestra esperanza; cada vez se torna más arduo imaginar el futuro de la reconciliación y el mañana dé, la concordia.  Para salvamos de este presente criminal no hay otro camino que volver a aprender a vivir y a amar.  La escuela de la vida nos salvará de este naufragio; nos redimirá de este infierno criminal.  Vivir, se nos enseña, consiste en aprender a ser uno mismo; aprendiendo a morir para poder vivir.

Exitosas claves para fracasar

Sean todo lo que les guste, locos, borrachos o criminales, pero eviten siempre el éxito

 ¿Qué es tener éxito? ¿En qué consiste ?Un exitoso empresario que se quita la vida ¿es exitoso fracasado ? ¿De qué nos sirve ganar todo el mundo si nos perdemos a nosotros mismos? pregunta el Evangelio.  La “lógica cristiana”, decididamente, es harto escandalosa y loca: nos dice que los últimos serán los primeros y que quien pretende ganar su vida, la pierde, y quien la pierde por Cristo, la gana. Esto, vertido en la lengua pragmática y exitista de nuestras sociedades, es un total desatino; es decir, ni más ni menos, que los que tienen éxito fracasan y los que fracasan son los que tienen verdadero éxito. ¿Se entiende?

Thomas Merton, un monje trapense norteamericano, en un pequeño libro presentado como su testamento espiritual, nos brinda algunas claves evangélicas para aprender a fracasar exitosamente. Al leer las primeras líneas de “Amar y Vivir”, uno se topa con esta refrescante afirmación: “La vida consiste en aprender a vivir por cuenta propia, espontáneamente, a piñón libre”. Para hacerlo, continúa, tenemos que saber quiénes somos nosotros mismos y sentirnos a gusto con nosotros mismos. Y para esto tenemos que ir a la escuela.

Allí aprendí, cuenta, que el propósito de la educación es ayudar a los hombres y a las mujeres a salvar sus almas, y al hacerlo así, a salvar su sociedad.  A salvarla ¿de qué?  “De su infierno de falta de sentido, de la mentira sistemática, de las evasiones y negligencias criminales, de las futilidades autodestructoras”. Y aquí reside también la paradoja de la escuela cristiana: no se nos da a ningún grado académico pero uno se gradúa alzándose de entre los muertos. “Aprender a ser uno mismo significa, consecuentemente, aprender a morir para poder vivir, dice Merton.  Aprender a ser uno mismo supone llegar a nuestro yo más íntimo, a nuestra desnudez espiritual.  Nos desnuda la vida, hasta la raíz donde la vida y la muerte son iguales y eso es algo que a nadie le gusta ver. Pero es donde recién comienza realmente la libertad que se autodestruye al mal querer y al maldecir al otro, al prójimo, al hermano. Sólo “somos, libres cuando nos hacemos libres para no matar, no explotar, no destruir, no competir, porque ya no se tiene miedo de la muerte o del demonio o de la pobreza o del fracaso”.

El poeta canta: donde crece el peligro, crece también lo que salva. Dónde tenemos que buscar nosotros, las reservas espirituales para rebotar de este infierno del malquerer y del maldecir en el que nos consumimos. Insistamos con la pregunta, se encuentra el saber de salvación que nos redimirá del radical naufragio de nuestros pueblos y culturas.  Cristo, más interior nosotros que nosotros mismos, es el divino maestro del amor.  La desnudez de Adán no necesitaba las hojas de parra de la ley para vivir en el paraíso.  Para el cristiano “sólo Dios basta”.  Vivir en gracia es vivir amando; amando con un corazón libre y del pecado.  El paraíso, dice Merton, es simplemente la persona que es fiel a sí misma, viviendo en, La Verdad que, nos hace libres.

Lalo Ruiz Pesce

 

** Este articulo fue publicado originalmente  en la Sección Vida Buena del Diario de Yerba Buena.