Todo está salvado -Néstor Grau, un Sócrates de Angastaco

Ante el anuncio por parte de Yahvé Dios de la destrucción de Sodoma, como ciudad pecadora, Abraham regatea la salvación de la ciudad en nombre de los santos o justos que habitan en ella “¿vas a borrar al justo junto con el malvado… no perdonarás a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro?… Si encuentro en Sodoma CINCUENTA JUSTOS, dice Yahvé Dios, perdonaré a todo el lugar por amor de aquellos…. Y si se encontraren cuarenta…. treinta… veinte… diez? Tampoco destruiría Sodoma en gracia de los diez”

*Publicacación original: diario La Gaceta 2004

Vacaciones de julio de 2003. Es un día soleado, con un cielo salteño límpido y refulgente, en el mar de arriba; a nuestros pies, un arenal blanco, el mar de abajo.

Estamos en camino, paseando por los Valles Calchaquíes. Nos dirigimos al “camposanto” de Angastaco; allí, hace treinta años, se encuentra enterrado un profesor de filosofía. En la lápida se lee: “Néstor A. Grau *25 de Mayo 1928 / +23 de Julio 1973 / Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. No sé si Néstor, tan amante de la filosofía y de sus dioses griegos, hubiese elegido esa frase, pero, si hay Dios, como creo, Néstor Grau, sin duda, lo contemplará admirado y extasiado, con esa mirada profunda y clara que brotaba de un corazón humilde y generoso; un corazón amigable y amistoso. Y lo digo con gratitud, dando testimonio personal de uno de sus alumnos adolescentes, a quien Grau mostró que, liberarse de las cadenas, subir la ardua montaña, salir de la caverna y ver las cosas a plena luz del día, valía y sigue valiendo la pena.

Corrían los tormentosos años sesenta: irrumpían los Beatles, “all you need is love”. Los hippies apostaban a las palomas: “make love, not war”, “love and peace”… “flower power”. Desde la otra orilla, los halcones y los sicarios de siempre cultivaban las flores del mal y de la muerte. La revuelta estudiantil del Mayo del 68 francés voceaba por las calles “la imaginación al poder”. La Iglesia Católica vivía el aggiornamento del Concilio Vaticano II; los documentos conciliares y las encíclicas de Juan XXIII y Pablo VI hablaban de la Iglesia “experta en humanidad”; alentando al gozo y a la esperanza; sembrando “Paz en la Tierra”; promoviendo y reclamando “Paz y Justicia”; impulsando el “Progreso de los Pueblos” y poniendo como norte para librar el buen combate a la más bella y comprometedora utopía: la Civilización del Amor.

En contraste con ello, en nuestra patria chica, la dictadura militar encabezada por Onganía iniciaba la “Revolución Argentina”, de triste memoria: el vaciamiento universitario tras la “noche de los bastones largos” y el cierre de los ingenios azucareros en Tucumán incubarían el huevo de la serpiente del que, en los setenta, nacería una de las más oscuras y trágicas noches de la historia del país, con más muerte, con más crimen, con más horror: la tortura, los desaparecidos, la “guerra sucia”… años de plomo, sangre e ignominia. Y en medio de tanto ruido y de tanta furia, en el pequeño pago provinciano, unos adolescentes, tan perplejos, confundidos y atemorizados como los que más, aprendíamos lo que vivíamos; y no podía ser de otra manera.

No hay escuela sin enseñanza de la buena vida; sin buenos maestros que la enseñen, consagrando su propia vida a la enseñanza. Esa, decía por ese entonces Pablo VI, es la única clave para el anuncio de la “buena nueva” de todo magisterio: enseñar con la propia vida, porque los hombres de nuestro tiempo (y de todo tiempo, añadamos), escuchan más a los que dan testimonio que a los que enseñan, y si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio. Néstor Grau era un maestro de esos; en medio del ruido y de la furia, mostraba que el amor a la verdad podía convertirse en proyecto de vida. Su socratismo mostraba, de un modo indeleble, que la vida verdadera y buena es una conquista al alcance de todo hombre que se pone a la escucha de su “daimon”, auscultando las “razones del corazón”, de las que luego hablaría Pascal, para conjugar ciencia y conciencia, y que nos lleven al buen puerto de una vida feliz.

Decididamente, Grau no encajaba en esos tiempos violentos; su magisterio era, como el de todo maestro, inactual. Iba a contrapelo del prepotente y beligerante vértigo de la historia cotidiana, la efímera y minúscula historia que aparece en los diarios; no la historia real, la historia viva, la historia verdadera, la “intrahistoria” de la que habla Unamuno. Los que entonces pisábamos el umbral de los estudios universitarios nos preguntábamos qué queríamos ser cuando fuésemos “grandes”. Entonces, como hoy, eran pocos los jóvenes que tuviesen el coraje para inscribirse en los estudios de filosofía. ¡¿Filosofía?! ¿Para qué sirve? Varias décadas atrás, Juan B. Terán fundó la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT, en un contexto “positivista”, reconociendo que el estudio de las humanidades era “inútil, pero imprescindible”. Néstor Grau fue para nosotros en esos años, el primer testimonio vivencial de esa verdad. Con él experimentamos “encarnadamente” que el amor al saber, la vida reflexiva y la búsqueda de la verdad por la verdad misma, no son útiles en absoluto, pero son imprescindibles… para ser señores de nosotros mismos.

Del mismo modo, Josef Pieper, otro maestro del filosofar, ha enseñado que no es razonable vivir “filosofando”; la cotidianidad del hombre, con razón y naturalmente, tiene que estar ocupada por cuestiones más pedestres -pedes in terra-, y no extraviarse considerando cosas celestiales -ad sidera visus-.

Ahora bien, hay dos estímulos, dice Pieper, que son capaces de llevarnos a la actitud extraordinaria que reclama el filosofar, y esos dos motivos son el amor y la muerte, Eros y Tánatos, como decían los griegos. Por ello, parafraseando a Platón y a la Biblia, habría que estampar en el frontispicio de todas las escuelas filosóficas: !no entre aquí quien no haya experimentado con toda su mente, con todo su corazón y con toda su alma, el amor y la muerte”.

Hace diez años, una compañera de “Introducción a la Filosofía” evocaba los últimos días del magisterio filosófico de Néstor Grau: “Recuerdo la última clase: del sobretodo oscuro salían las manos nudosas con una piel casi transparente, que tanteaban sobre la mesa el apoyo necesario, mientras miraba con ojos extrañamente profundos hacia la puerta vidriada de la entrada. Extremadamente delgado, tenía algo de ángel bañado por la luz blanca de las ventanas. / Ese día, sus ideas habitualmente ordenadas, parecían deshilachadas mientras hablaba de D. (sic), de la muerte, de la utilidad e inutilidad del hacer filosófico. / De repente una palabra empezó a desparramarse desde las últimas butacas, paralizándonos y helándonos el corazón: ?cáncer… cáncer… tiene cáncer… el profesor Grau se está muriendo… Grau se muere?”. (1).En 1973, en el umbral de su propia muerte, Néstor Grau da a publicidad un artículo concebido poco antes, titulándolo: La Filosofía y la Certidumbre de la Muerte como Experiencia Metafísica (2). Y en la conclusión de ese trabajo dice: “… La certidumbre de la muerte patentiza la paradoja, lleva la experiencia de la búsqueda hasta sus raíces, por eso es una experiencia metafísica. En ella la filosofía arriba a su legítima meta: a deponer su orgullo racional y en este instante afirmar como el único y legítimo saber: ?Sólo sé que no sé nada?” (3). Es clara y profunda la identificación de Néstor Grau con el destino socrático de toda filosofía auténtica. Veamos ahora, para concluir, en qué consiste ser “un Sócrates de Angastaco”. En el siguiente número de la misma revista, que también vio la luz en el curso del año 1973, sale un artículo de Grau titulado Antuco de Angastaco. Tengo para mí que este relato muestra de un modo aún más vívido y entrañable, el cabal socratismo del angastaqueño Néstor Grau.

¿Y quién es el mentado “Antuco de Angastaco”? “Le decíamos Antuco a Antonio Baltazar”, dispara Grau; es, digamos, el lazarillo, ducho y vivaracho, que, trepando y jugando por esos cerros, inició a Néstor en la sabiduría arraigada en nuestro pueblo. Un día, arrimándose al precipicio, en el juego de rescatar un papelito echado a volar, Néstor sintió miedo de morir, y pidió amparo al cielo: “El milagro es súbito, el cangrejal y el sudor frío desaparecen totalmente y siento como si nunca hubiesen estado. Y aquí me da la impresión de que el tiempo se dilata en un punto de instantaneidad eterna… Y no tengo miedo, nada de miedo… Si tuviera que ubicar una palabra para nombrar ese instante singular, tal vez únicamente podría ser esta: paz. Y una paz que brinda seguridad porque un poder extraño me sostiene… Ella pareciera decirme que no debo temer nada. Que todo ese paisaje que se me ofrece ahora con una especie de resplandor óntico incomparable -vacío, rocas, fondo, rosetas, campos, cielo- y yo mismo dentro de él, que todo está salvado. Y entonces ya no me asombra que unos brazos huesudos, fuertes y flacos como sarmientos de la última poca, me levanten con presteza y me depositen suavemente en la ojiva de ?Cafayate?. / Pero el milagro no está completo hasta que Antuco no suelta la carcajada y dice: -?¡Qué cagazo que tienes!… si no llego a tiempo te ibas a hacer bosta allí abajo!”. (4). (c) LA GACETANOTAS

1) Elisa B. Cohen de Chervonagura; “Néstor A. Grau, in memoriam”, LA GACETA Literaria, 6/2/1994.

2) Ensayos y Estudios, Revista de Filosofía y Cultura, Tucumán. Nº 1. 1973, pp. 27-32.

3) Néstor Grau, op. cit., pp. 31-32.

4) Néstor Grau, op. cit., pp. 96-97, subrayados en el texto, negritas añadidas

Lalo Ruiz Pesce

 

** Este articulo fue publicado originalmente  en la Sección Vida Buena del Diario de Yerba Buena.